Lo que vive en el gimnasio (Un cuento de TLVTC)

—No deberíamos estar aquí.

—Vaya, ahora sí que me has hecho viajar al pasado. Has hablado como la Ana de diecisiete años.

—Mira que eres cabrona.

Pero se reía. Si hubiera tenido diecisiete años de verdad no lo habría hecho.

—Nos van a decir algo —insistió.

—Oye, moverse a oscuras por escaleras y pasillos desiertos es un plan mucho más propio de Halloween, no me dirás que no.

No dijo nada durante un momento.

—Bueno, mejor que seguir oyendo hablar de guarderías y de si hay ropa que definitivamente no deberías seguir poniéndote después de los treinta, supongo que sí.

Nos echamos a reír.

Acabábamos de ascender el último tramo de escaleras hasta el cuarto piso. El pasillo, larguísimo (porque sabíamos que lo era, no porque pudiéramos verlo), se perdía en un agujero negro. Las linternas de nuestros móviles no alcanzaban para mucho.

—Tía, qué miedo —cuchicheó.

—Vamos.

—Pero ¿por qué…? Quiero decir… Seguro que ahora lo utilizan para otra cosa. Ha pasado mucho tiempo.

—Claro, por eso estamos aquí.

La cogí de la mano y tiré. No es yo estuviera tan tranquila, en realidad. El pasillo comido por la negrura imponía bastante respeto, fueras una persona supermiedica (como ella) o no. Pero quería llegar hasta el final.

Necesitaba llegar hasta el final.

—Qué raro todo esto, ¿no? —dije de repente.

—¿Esto? Rarísimo, sí.

—Me refiero a lo de la reunión de antiguos alumnos en Halloween. Me parece un plan marcianísimo.

Ya lo habíamos hablado. Lo habíamos hablado mil veces desde que nos agregaron a ese ominoso grupo de WhatsApp. ¿Quién organizaba una reunión de antiguos alumnos en Halloween? ¿Es que no había más noches en el año? Y es que ni siquiera se trataba de una fiesta de disfraces. Solo la habían montado en Halloween porque… En fin, pues porque Halloween caía en sábado y el sábado era, después de todo, una buena noche para quedar.

Menudo sacrilegio. Me parecía fatal eso de ignorar la ocasión de hacer una fiesta temática. Pero tampoco es que tuviera sentido que siguiera quejándome. Estaba allí, al fin y al cabo. Estaba allí porque, pese a ser Halloween, no había tenido nada mejor que hacer que dejarme convencer por mi amiga y antigua compañera de clase para volver a ese edificio. A esos pasillos, esas aulas, esas caras que en su día habían sido conocidas y que el paso del tiempo se había encargado de que dejaran de serlo.

Después de lo que parecieron mil años, los raquíticos halos de las linternas iluminaron una puerta doble pintada de verde.

—Qué fuerte, sigue igual que entonces.

Ana movió el haz de la linterna por la superficie de la puerta. Adelanté la mano.

—¿Qué haces?

—Pues abrir.

—Tía, seguro que está cerrado. Y, si no lo está, te digo que…

La puerta emitió un chirrido lastimero. Un chirrido escandaloso en medio del silencio.

—Lore, no.

Me fue imposible no reírme ante el tono de advertencia. Avancé un poco, adentrándome en la oscuridad del interior.

Y, entonces, escuchamos pasos.

—¡Joder, viene alguien! ¿Y ahora qué hacemos?

Me reí otra vez al tiempo que una mezcla de expectación y vergüenza se me quedaba atravesada en la garganta. No tenía sentido que nos asustáramos tanto. Hacía mucho que ya no éramos alumnas del centro. Pero que fueran a sorprendernos en medio de una incursión secreta al gimnasio abandonado (o lo que fuera aquello a esas alturas) me pareció bastante ridículo.

—¡Pero cállate!

Ana se reía también, casi a su pesar, mientras me estrangulaba la muñeca con una mano helada y sudorosa.

Alguien avanzaba por el pasillo. Alguien que también llevaba el móvil a modo de linterna. Alguien que…

—Qué sorpresa.

Lo habría reconocido incluso sin abrir la boca. Sin dejar escapar esa ironía que conocía tan bien. La manera de moverse, su silueta recortada contra la luz deficiente…

Más de quince años después de la primera vez, seguía pareciéndome la persona con más aspecto de perversa estrella de rock que había conocido en mi vida.

—¡Pero bueno, David, que casi me da algo!

Ana se adelantó para darle dos besos.

—¿Qué pasa, forastero? Creía que estabas en los Madriles.

—Lo estoy, lo estoy. Solo he venido de visita.

Me observaba a mí mientras hablaba con Ana, y noté la presión de su mirada, fija e inquisitiva, aunque estuviera demasiado oscuro como para verle bien la cara. Entre su escrutinio y mi silencio, no tuve más remedio que sentirme exactamente igual que durante aquel primer encuentro en aquel mismo gimnasio de puerta verde.

—Bueno, chicos, yo os espero abajo. Paso de que algo o alguien más me mate del susto.

Ana desapareció en un abrir y cerrar de ojos, precedida por la luz de la linterna, después de haber decidido que ya iba siendo hora de dejarme con mi ex. Al parecer, le daba más miedo quedarse en medio de la tensión cortante que hacer el camino de vuelta sola hasta el aula donde habíamos cenado con nuestro grupo.

—Jamás en la vida habría esperado encontrarte aquí —dije.

Y era cierto. Cuando Nuria nos contó, a través del grupo de WhatsApp del horror, que lo de la reunión de antiguos alumnos no era una movida exclusiva de nuestra clase, sino una especie de macrorreunión que implicaba el encuentro entre no sé cuántos grupos, pensé en David en el acto, pero había dado por hecho que no coincidiríamos porque vivía fuera y, sobre todo, porque un plan semejante le daría grima infinita.

—Podría decir lo mismo —replicó, y sonrió.

Llevaba una barba que le daba cierto aire hípster y su cuerpo era más recio que el del chaval fibroso que había conocido más de quince años atrás. Pero seguía con el pelo largo (más que entonces, de hecho) y vestía chupa de cuero y sus ojos brillaban con el mismo matiz burlón que los de la persona que había fumado un cigarro con parsimonia, apoyado en el potro, mientras Andi me explicaba que siempre pasaban los recreos en aquel lugar.

Se movió de pronto y me tensé ante la perspectiva de que fuera a darme dos besos, porque hacía años que no lo tenía tan cerca. Pero, en lugar de eso, pasó por mi lado, entró en el recinto a oscuras y le dio al interruptor. Cuando me di la vuelta para seguirle, me quedé sin habla.

El gimnasio estaba como siempre. Tal cual lo recordábamos, como si hubiéramos estado ahí mismo el día anterior.

Aros de gimnasia, cuerdas enredadas, balones de todo tipo y tamaño. Bancos de madera, vallas de atletismo, el potro desvencijado y, por supuesto, el montón de colchonetas mohosas.

Quizá estuviera más sucio. Era probable que lo estuviera. Pero ya lo estaba de sobra cuando nos reuníamos allí día tras día, así que habría sido complicado saberlo con certeza.

—Joder —musitó David, y me clavó una breve mirada alucinada—. Creo que no me esperaba esto.

—Yo tampoco —susurré, todavía inmóvil en el umbral.

Comenzó a pasearse, sin rumbo fijo, por el pabellón.

—Me parece flipante que…

—A ver si va a ser verdad que está maldito. No tiene mucho sentido que siga igual desde…

Se detuvo durante un instante para lanzarme otra mirada, esa tan mordaz y tan suya que siempre me dedicaba al ponerme de parte de Andi cuando le daba por tratarla como si estuviera majara. Continuó deambulando y se quedó parado frente al montón de colchonetas durante varios segundos antes de dejarse caer sobre él. Palmeó justo a su lado para animarme a hacer lo mismo.

—No quiero ni pensar en la mierda que tiene eso encima —dije.

Pero ya caminaba hacia allá, dándome por vencida. Cuando me senté junto a él, David me observó con el mismo aire indagador que recordaba de los primeros días, cuando su mayor diversión parecía consistir en hacerme sentir incómoda.

—¿Te acuerdas de cuando nos enrollábamos aquí mismo? —soltó de golpe—. Entonces no nos preocupaban los dos palmos de porquería. ¿No crees que…? No sé, igual por los viejos tiempos…

Le di un empellón para hacerlo callar.

—¿Cómo está Álex?

—Joder, eres la reina del anticlímax. Pues Álex está de lujo. Con su madre.

Todavía me alucinaba que David tuviera una hija. Cualquiera que le conociera un pelín pensaría que habría sido fruto de un accidente o, como mínimo, de una decisión impulsiva y poco meditada. Pero el caso es que, lo fuera o no, estaba hecho un padrazo. La relación con la madre se había ido a pique, como tantas otras, pero seguían siendo muy amigos y se apañaban admirablemente bien con todo lo relacionado con la niña.

—Nueve añazos va a cumplir. Está hecha una frikaza. Una minifrikaza.

—¿Y las clases qué? Esta noche estamos todos un poco al revés con eso de haber vuelto al insti, pero tú debes de sentirte en tu salsa, ¿no?

En otro inquietante plot twist vital que no me habría visto venir ni en un millón de años, resultaba que David, tras varios años de trabajos precarios como guionista de televisión, había cambiado de rumbo para terminar siendo… profe de Literatura.

—Muy graciosa. Las clases van de puta madre, pero en mi centro no hay ningún gimnasio fantasma, mira por dónde. ¿Tú qué tal? Que te hace mucha gracia lo mío, pero aquí lo más raro es lo tuyo subiéndote a un escenario. Tú. La persona más tímida del planeta, poco más o menos.

Con aquel comentario se ganó otro empellón.

—Ya te expliqué que es una compañía muy pequeña. Jamás he actuado ante más de, yo qué sé, ¿cien personas? No es para tanto.

—Perdona, pero yo me quedaría en blanco ante cien personas.

—No me jodas, tú no te quedarías en blanco ante nadie. Si tienes más cara que espalda. Dar clase a adolescentes da mucho más miedo.

—No, en serio, explícamelo. Explícame cómo has acabado actuando en obras de teatro, que me parece alucinante, tía.

Me eché a reír.

—Ya te dije que fue culpa de Ana. Me lio para hacer una sustitución en un papel de dos frases y…

—¡Es que eso es lo que menos sentido tiene de todo! ¡Ana! Vale, rectifico, la persona más tímida del planeta no eres tú, es tu amiga. Y ahora sois actrices.

—En una compañía muy pequeña —repetí—. Y no nos dedicamos a eso en exclusiva, así que es fácil tomárselo por el lado zen.

—Lo que tú digas, pero sigo flipando.

—Mira, ella me lo decía siempre, que una vez encima del escenario se sentía como si fuera otra persona y como si… Pues eso, como si todas sus inseguridades se quedaran al margen. Y yo pensaba: «Ni de coña, tía, no me convences». ¡Pero me pasó lo mismo!

Me quedé callada, algo cortada de pronto ante la intensidad de su mirada.

—¿Cómo es que has venido? —pregunté—. No esperaba para nada verte esta noche. Por mucho que ahora te pases la vida en el instituto, ya sabes.

—Te acuerdas de que tengo familia aquí, ¿verdad?

—Eso no explica que…

—Eso no explica nada, ya. —Se encogió de hombros—. Te vas a reír, pero pensé que, aunque el plan te pareciera una mierda, quizá vendrías por ser Halloween.

Pestañeé un par de veces con perplejidad.

—¿Por ser Halloween?

Se encogió de hombros otra vez.

—Sí, no sé. Pensé en este sitio y… Mira, olvídalo, es una tontería.

Nos quedamos callados y di vueltas durante un momento a lo que acababa de decir. Aunque a medias, estaba en lo cierto. Yo no había acudido a la reunión por ser Halloween, pero sí que había subido al gimnasio abandonado porque había querido (o casi necesitado de forma visceral) descubrir lo que había ocurrido con aquel recinto.

—¿Sigues en la editorial? —preguntó de pronto.

Asentí con la cabeza.

—¿Y Juanjo qué tal?

Tardé varios segundos en responder, sin poder librarme de la impresión de que llevaba queriendo formular esa pregunta desde el principio.

—Lo dejamos hace un tiempo.

—Vaya, lo siento. No tenía ni idea.

Estuve a punto de responder: «¿Y por qué habrías de tenerla?», pero me mordí la lengua. Aunque más o menos nos manteníamos al corriente de nuestras vidas gracias a las redes, lo cierto era que nuestra relación llevaba años sin ser demasiado estrecha. En concreto desde poco después de que lo dejara con la madre de Álex, cuando terminamos liados por enésima vez y decidí que la dinámica de volver a los brazos del otro cuando nuestras relaciones fracasaban empezaba a parecerme un pelín demasiado tóxica. Y es que siempre que sucedía regresaban a mí todas las dudas y la mordida de la inseguridad que me había hecho romper con él cuando no llevábamos ni un año y medio saliendo. La inseguridad que surgía con fuerzas renovadas cuando recibíamos noticias de Andi y la realidad se tambaleaba, no solo porque continuara encarnando a la criatura más extraña de nuestras vidas, sino especialmente porque él se volvía distante y taciturno y me apuñalaba la certeza de que aún sentía algo por ella. Algo que quizás fuera indefinible e inofensivo y casi ridículo en comparación con lo que había llegado a sentir por mí, pero que, aun así, nunca dejaría de molestar, como una vieja cicatriz que roza con la ropa o duele cuando la rascas sin querer.

—¿Alguna novedad sobre Andi? —pregunté, conociendo de antemano la respuesta, para cambiar de tema y que no cayéramos en el agujero negro de las relaciones fallidas.

Sabía la respuesta porque, aunque lleváramos meses sin hablar, nunca dejábamos de contarnos las noticias relacionadas con nuestra amiga. Esas que siempre recibíamos como con cuentagotas y cuando menos las esperábamos.

Negó con la cabeza y, tras unos segundos de silencio, se rio. Le dediqué una mirada interrogante.

—Decía que el crío, el que se había matado en clase de gimnasia y se había quedado aquí en plan fantasmal, debía ser un ratón de biblioteca supertorpe que se había pegado una hostia al tratar de saltar el potro.

Esbocé una media sonrisa confundida. Aunque, en su momento, me habían explicado esa teoría de por qué dejaron de usar el gimnasio, ninguno de los dos había entrado tanto en detalles.

—El asunto era, según ella, que debía ser muy agresivo. El fantasma, digo. Y por eso nadie quería entrar, ni siquiera el personal de limpieza.

Me reí.

—Bueno, pues yo no creo que fuera muy agresivo. Subíamos aquí todos los días y nunca nos pasó nada raro. Claro que igual es porque le caíamos bien y no le importaba que viniéramos.

—Podría ser, no digo que no…

De repente comenzó a parpadear la luz y, antes de que me diera tiempo a echar un vistazo, la bombilla pelada que colgaba del techo estalló en pedazos.

—¡Joder! —solté sin poder evitarlo, pero David se echó a reír.

—Ha sido el crío.

Me uní a sus risas.

—A ver si resulta que no le caemos tan bien.

Busqué el bolso para sacar el móvil y usarlo otra vez de linterna, porque nos habíamos quedado totalmente a oscuras.

—Oye, no me digas que esto no da morbo —susurró, interceptando una de mis manos.

—Oh, sí, mogollón —repliqué con una risa mordaz.

David guardó silencio y, en medio de la negrura absoluta, me pregunté si, después de todo, acabaríamos besándonos en las colchonetas asquerosas. No tuve más remedio que admitir que me apetecía un montón que lo hiciéramos, pese al riesgo de morir de un ataque de alergia.

Pero entonces escuchamos un golpe detrás nuestro y, esta vez sí, se me escapó un grito.

—¿Qué cojones ha sido eso? —preguntó David.

Por los sonidos que escuché a continuación, deduje que había decidido olvidarse del morbo y buscar el móvil en los bolsillos de la chupa. Yo continué también buscando el mío.

Las pantallas nos iluminaron casi al mismo tiempo y tuve que soltar una risita ante la cara de susto de David, que enseguida encendió la linterna y movió la luz en busca del origen del ruido.

El potro estaba volcado.

Ese trasto con cuatro patas y, por lo tanto, una considerable estabilidad, se había volcado sin que lo hubiéramos tocado.

—¿Estás pensando lo mismo que yo? —pregunté.

—¿Es posible pensar otra cosa?

Encendí mi linterna y examiné el resto del pabellón, que, así de pronto, envuelto en sombras y solo iluminado por insuficientes parches de luz blanca, me pareció un pelín espeluznante.

—Igual deberíamos largarnos —sugirió David—. No es que no tenga curiosidad por ver qué va a ser lo siguiente, pero desde que soy padre tengo la extraña costumbre de mirar más por mi integridad física.

Me eché a reír.

—Es decir, que tienes miedo.

—No es eso lo que estoy…

Unos pasos nos interrumpieron. Unos pasos apresurados provenientes de la oscuridad.

—¡Hostia puta! —grité.

Le estrujé una mano a David solo medio segundo antes de que las vallas de atletismo que llevaban más de quince años apoyadas contra la pared comenzaran a caer una detrás de otra, armando un jaleo que me crispó los nervios.

—Vámonos de aquí —susurró, y tiró de mí hacia la puerta.

Cuando ya nos alejábamos con rapidez, medio a ciegas porque los haces de las linternas bailoteaban tanto de un lado a otro que apenas alumbraban nada que resultara útil, escuchamos con absoluta claridad una risita.

Una risita infantil que surgía del gimnasio.

Nos quedamos clavados en el pasillo sin atrevernos casi a respirar, todavía cogidos de la mano y, al menos yo, con el corazón saltándome como un loco.

—Andi flipará cuando se lo contemos —dije sin pensar.

David, en respuesta, solo se echó a reír, y terminé uniéndome a sus carcajadas en una perfecta mezcla de incredulidad, miedo y euforia.

—Oye, ¿tomamos algo? —preguntó al fin—. Creo que…

Unos pasos nos interrumpieron de nuevo, esta vez procedentes de las escaleras.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó la voz del que había sido mi tutor.

En apenas un instante cayó sobre nosotros la luz fría de los tubos fluorescentes del pasillo. El hombre, todavía agarrado a la barandilla de la escalera, nos observaba con el ceño fruncido.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó, tan lleno de extrañeza que hasta se le escapó un gallo.

Nos miraba fatal. Parecía destilar tanta indignación por tener que acudir a abroncar a unos treintañeros por portarse mal en una reunión de antiguos alumnos, que no pudimos hacer otra cosa que volver a reírnos.

—Ya nos vamos —dije en cuanto pude hablar.

Y, sin esperar ningún otro comentario por parte de mi ofendido extutor, tiré de David y nos esfumamos a toda prisa por las escaleras.

Imagen de elizabethaferry para Pixabay